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Será el fin de la guerra?

La Guerra de los doce días terminó en los hechos en la madrugada del miércoles 25 de junio. Fue unas pocas horas después que Donald Trump le ordenara –a los gritos– a Benjamin Netanyahu que redirigiera el ataque de los aviones israelíes a un poco útil radar ubicado en el norte de Irán y de que su presidente, Masoud Pezeshkian, lo anunciara en un mensaje por radio y televisión. Terminada, pues, esta guerra, lo que no terminó, en cambio, es el conflicto. Medio Oriente es un lugar de una enorme complejidad social y cultural.

Es esa complejidad la que está en la base de la crisis política permanente. En ese contexto, el principal problema lo representa el régimen de los Ayatollah que, como lo ha expresado públicamente una y otra vez, tiene como uno de sus objetivos permanentes la destrucción de Israel. Por eso es que la decisión del presidente de los Estados Unidos de poner un alto unilateralmente a la guerra dejó con gusto a poco al gobierno de Netanyahu que tenía perfectamente ”localizado y a tiro” a Ali Khameini en su refugio en el nordeste de la capital iraní.

Durante esta guerra, los ataques israelíes impactaron en ocho plantas afectadas a la producción de material nuclear y numerosísimas instalaciones militares –se habla de más de setecientas– y produjeron la muerte de alrededor de mil personas, entre las que se cuentan treinta altos mandos de las Fuerzas Armadas de Irán y once científicos clave abocados al plan nuclear y alrededor de cincuenta civiles.

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La precisión quirúrgica de los ataques israelíes fueron producto de una labor de inteligencia pertinaz y prolongada en la que fue determinante la participación de ciudadanos iraníes cooptados por el Mossad –palabra que en hebreo significa instituto o institución–, el poderoso servicio de inteligencia de Israel. Por eso, como consecuencia de ello, se verifica por estas horas una verdadera caza de brujas ordenada por el régimen de Jamenei para identificar, arrestar y asesinar a sospechosos de haber participado de la operación “León Ascendente”, como se llamó la ofensiva de las Fuerzas de Defensa Israelíes (IDF).

La precisión quirúrgica de los ataques israelíes fueron producto de un trabajo de inteligencia prolongado.

Por su parte, Irán lanzó más de quinientos misiles balísticos que, en su mayoría, fueron neutralizados por la cúpula de hierro israelí. Sin embargo, hubo varios que superaron esa defensa produciendo daños importantes en edificios, en el hospital de Soroka, en la localidad de Beersheva, y causado la muerte de 27 personas. Israel nunca había recibido en su territorio un ataque de esta magnitud.

En medio de la guerra narrativa que siguió al cese del fuego, las fuentes confiables e independientes –que son pocas– coinciden en que los daños a las plantas nucleares de Irán –en especial la de Fordow– son muy importantes. “El daño es severo, pero eso no significa que la destrucción de las plantas haya sido total. Es un retroceso muy importante, pero eso no significa que, de aquí a unos años, el régimen iraní no se rehaga”, explica una de esas fuentes profundamente conocedora del impacto que produjeron las bombas “búnker búster” lanzadas desde los aviones B2 de los Estados Unidos en la madrugada del domingo 22 de junio.

Donde el conflicto sigue en toda su magnitud es en Gaza. Nadie sabe a ciencia cierta cuándo terminará. El drama humanitario que allí se vive se ahonda día a día.

Cubrir una guerra representa un desafío profesional de una enorme envergadura para un periodista. Ser corresponsal de guerra con el avance imparable de la tecnología en estos tiempos, nos permite transmitir en vivo desde el lugar del hecho en el momento en el que ocurren los ataques. Así es como la realidad parece adquirir características cinematográficas. Imaginemos por un momento lo que habría sucedido si el ataque a Pearl Harbour hubiese sucedido hoy. Lo habríamos visto y escuchado en vivo.

Así fue la cobertura que tuve a mi cargo para TN y Canal 13 acompañado por Diego Spairani, camarógrafo, Bruno Mazzitelli, asistente de cámara, y Matías Azerrad, nuestro fixer. No hacía ni 2 minutos que habíamos entrado al Hotel Hilton de Tel Aviv cuando, en pleno trámite para registrarnos, comenzó a sonar la alarma que nos obligó a dirigirnos al refugio de inmediato. Todo ese momento de tensión extrema quedó reflejado en la pantalla. Y así fue de ahí en más: el hospital de Soroka a los pocos minutos de ser atacado y semidestruido, la alarma en el barrio de Ramat Gan y el misil que impactó a 100 metros del búnker donde debimos protegernos, la zona de Haifa cercana al puerto impactada por un potentísimo misil, los vidrios cayendo de algunos de los edificios alcanzados en el centro de Tel Aviv, la desolación de la gente que perdió todo tratando de sacar las pocas cosas que les quedaban, las fotos esparcidas por el suelo, juguetes, vajilla, colchones, muebles, pedazos de mampostería, vidrios rotos por doquier, olores de plásticos y cables quemados, polvo y más polvo, ruidos de topadoras, soldados armados… tensión permanente.

Un párrafo aparte merece lo sucedido en Beersheva en la mañana del martes 24. A esa altura, Trump había anunciado el cese del fuego. Sin embargo, los hechos eran otros: se seguía combatiendo. Irán lanzó una serie de potentísimos ataques que hicieron sonar las sirenas. Hubo cuatro alarmas consecutivas: a la 6 la primera; a las 6,20 la segunda; a las 7 la tercera y a las 7,20 la cuarta. Debimos permanecer dos horas en el búnker del hotel. Supimos al instante que, en la tercera alarma, un misil impactó en un edificio de Beersheva, hacia donde fuimos de inmediato. Estaba semidestruido. Ahí nos enteramos que un matrimonio de argentinos había salvado milagrosamente sus vidas, pero que cinco personas, que habían sido alcanzadas por la onda expansiva del misil que llegó hasta el refugio, murieron pensando que la guerra había terminado.

“Las guerras la generan los gobernantes y la sufre la gente”, dijo alguna vez Ronald Reagan. Es lo que, junto a mi equipo, vi y viví a lo largo de esta Guerra de los doce Días que cubrí.

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